A través de una ventana


El sol proyectaba sus últimos rayos de luz en unos edificios a las afueras de la ciudad. Quizás fuera el hecho de estar alejados del bullicio de la cotidianidad, pero en aquel inhóspito lugar, la noche siempre se anticipaba. El mosaico de viviendas era de lo más común. Algunos individuos provenientes del centro de la localidad siempre lo habían tachado de vulgar. Cuatro bloques de color gris se erguian en un suelo de hormigón. Ninguno de ellos había sido edificado con balcón. El único atisbo de vida que podrían entrever los residentes de aquella peculiar comunidad, era a través de los grandes ventanales en ambas caras del inmueble. El entorno no podía ser más industrial.

Cuando la claridad se convirtió en un sueño del ayer, todos los vecinos ya estaban en sus respectivos hogares. Los cristales se teñían entonces de un naranja intenso, las sombras volaban entre los edificios y parecía que la luna se convertía en la esfera de esa particular discoteca silenciosa. Me reincorporé en la silla por décima vez aquella tarde y miré hacia la ventana. La luna se reflejaba burlonamente en mitad de ella, obstaculizando mi trabajo. Llevaba todo el día dándole vueltas al mismo folio, añadiendo nuevos trazos y borrandolos segundos después por no creerlos lo suficientemente buenos. ¿Acaso alguna vez lo son? ¿Sufrieron todos aquellos artistas que ahora lucen sus obras en los museos más afamados del mundo con estas incertidumbres? Supongo que jamás lo sabré. La brisa de aire frío que entró por la ventana abierta me hizo estremecer. Decidí cerrarla en caso de que aquel fuera el desencadenante de mi falta de creatividad. A veces me sentía culpable por ello, pero no podía evitar sentirme mejor cuando conseguía trasladar la falta de productividad a algo ajeno a mí. De alguna manera me ayudaba a creer en las malas rachas, y a evitar todos los pensamientos intrusivos que día a día se van instalando en algún recóndito lugar de mi subconsciente. El aleteo de un pájaro en el exterior me sacó de mis ensoñaciones.

La noche, más oscura que nunca, se había instalado en un abrir y cerrar de ojos. No podía ver más allá de las ventanas iluminadas de la fachada. Recorrí la vista a través de todas ellas, en busca de inspiración, un estímulo que me impulsara a sentarme en el escritorio y no levantarme hasta el nuevo día. Nada. A veces me pregunto cómo será la vida de los individuos que viven a mi alrededor. Los observo en sus inofensivas tareas del día a día. Los veo reír, llorar y gritar. Pero realmente, no sé nada de ellos. No sé qué es lo que les causa un sentimiento más cercano a la felicidad absoluta, ni lo que les haría temblar de terror. Tampoco estoy al tanto de si son felices con sus vidas, o si por el contrario preferirían abandonar el vecindario y perderse en una aventura a los confines de la tierra. Para mi sólo son emociones, monigotes que veo a través de un fino cristal y son capaces de aportar inspiración que más tarde liberaré en un lienzo en blanco. Pero, al fin y al cabo, son solo eso, emociones.

Un movimiento rápido en una de las ventanas paralelas captó mi atención. La ventana de enfrente estaba sumida en la oscuridad y por mucho que entrecerrara los ojos no volví a ver nada más. Fruncí el ceño y me senté de nuevo en la silla. Desde esta altura podía aún ver el perfecto rectángulo que formaba el ventanal. Sus bordes eran casi grises por el polvo que se había ido acumulando con el paso del tiempo. Y a diferencia de otros vecinos a los que la privacidad les parecía un factor importante en sus vidas, esta ventana carecía de cortinas. Mis manos comenzaron a moverse por encima de la hoja en blanco. El lápiz marcaba el ritmo y tempo del baile. Todo parecía coordinado.

Un súbito cambio en la oscura paleta de color me hizo desviar la mirada. Alguien había encendido una luz en el edificio paralelo. El perfecto rectángulo se veía ahora tenuemente iluminado. Levanté la cabeza con curiosidad. Una figura desconocida se mantenía inmóvil en mitad del vidrio. La oscuridad de la noche hacía imposible descifrar con nitidez cualquier rasgo que pudiera decirme algo sobre aquella persona. A pesar de la penumbra, sentí que nuestros ojos se encontraban en la lejanía. Eran amables, cálidos. Unos ojos a los que miras y te hacen posible sentirte en casa. Vi como sus labios se movían en mi dirección. No conseguí descifrar lo que quería decirme y entrecerré los ojos en un intento desesperado de comprender el mensaje. En cuestión de segundos salpicaduras de color oscuro tiñeron el ventanal, y aquella inmóvil figura que me miraba estática desde la distancia se desplomó al suelo dejándome solamente con la vista de una ventana con tonos carmesí. Tragué saliva. Mi pulso se volvió tembloroso, y para cuando me quise dar cuenta, mi dibujo había quedado destrozado.

            

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