Un hogar en el bosque
Era un sábado cualquiera. Las nubes escondían con recelo cualquier rayo de sol que se atreviera a asomar tímidamente. El clima no acompañaba. Por el contrario, la gélida brisa y las sutiles gotas de lluvia sugerían un día que contra todo pronóstico no sería del agrado del pequeño grupo de estudiantes que, a pesar de toda adversidad, caminaba con ilusión por un sendero perdido en el bosque.
Los colores oscuros de sus abrigos resaltaban entre tantos tonos anaranjados y marronáceos que caracterizan con tanta elegancia al otoño. A su alrededor, los árboles dejaban caer sus últimas hojas, causando una carcajada o dos cada vez que por accidente una de ellas se posaba encima de alguno de los caminantes. Ninguno hablaba. Las únicas conversaciones que fluían aquella tarde se producían entre las aves que miraban con ojos curiosos a los nuevos visitantes. Todo parecía estar en armonía. Las ramas de los árboles se entrelazaban como si de alguna manera quisieran mantener la calidez que poco a poco iban perdiendo con cada hoja que dejaban desprender. Los pies se sentían ligeros por encima del manto de hojas que se había formado en aquellos fríos meses. A veces resulta inimaginable lo insensible que puede llegar a ser el clima, especialmente en los últimos días de otoño.
El silencio se vio súbitamente interrumpido por el berrido de algún animal salvaje en la distancia. Las cabezas de los jóvenes se giraron de un lado a otro con la esperanza de dar con el individuo que estaba causando tanto alboroto. Desafortunadamente, nada que pudiera estar al alcance de su vista pareció manifestar su presencia, por lo que decididos a descubrir los misterios que albergaba el bosque, se desviaron de la ruta principal con los ojos brillantes de emoción. Ningún integrante del grupo había estado jamás en un bosque alemán, y por mucho que éste en particular no tuviera ninguna singularidad en comparación con las arboledas de otros países, había algo en ella que suscitaba el espíritu aventurero del pequeño grupo. Decididos a encontrar el origen de aquellos aullidos se encaminaron hacía una nueva dirección, sin ningún rumbo en específico. La única guía que tenían con ellos era ese incesante sonido, y el intrépido valor que crecía a cada minuto en su interior.
Se vieron de pronto sumergidos en la espesura del bosque, con nada más que su propia compañía. Sortearon con agilidad los anchos troncos desgastados que se alzaban orgullosamente por encima de la tierra, llegando a acariciar el nublado cielo. ¿Qué sería del planeta sin los árboles? Probablemente nada. Poco más que una explanada seca y triste. Sin alegría, sin vida. Afortunadamente, aquel no era el caso en este particular parque de Alemania. Había vida vegetal allá donde la vista del ser humano medio podía llegar a observar. Las hojas formaban un remolino desordenado alrededor de los estudiantes, bailaban con sus respectivas parejas hasta quedarse sin energía, entonces no les quedaba más remedio que descender a la tierra, esperando por siempre a ser recogidas o llevadas para siempre por el viento a algún lugar desconocido.
Después de lo que pareció una eternidad, el grupo logró entrever unos ojos redondos que los observaba desde detrás de la protección de varios árboles enormes. El animal no pestañeaba, no mostraba ni un ápice de miedo, solo curiosidad. Su pelaje castaño y frondoso como el propio bosque, brillaba bajo un haz de luz que elegantemente caía encima del lomo del ciervo. A pesar de la visible suciedad acumulada en su cuerpo, se podían entrever unos diminutos trazos de color blanco que adornaban su costado. Pero, sin lugar a duda, lo que más suspiros de sorpresa causó en el grupo fue la imponente cornamenta que se erguía en lo más alto de la cabeza del animal.
Cuando el grupo se preparó para partir, se escuchó un leve crujido de las hojas en dirección al ciervo. Fue entonces cuando aparecieron. Decenas de ojos negros miraban en su dirección. Con la única diferencia de que estos no mostraban una pizca de curiosidad, sino que indicaban desconfianza, incluso miedo. De ahí que los caminantes se sintieran como extraños, intrusos en el hogar de los ciervos. Su mirada denotaba que se echarían a correr al mínimo paso en falso que se diese en los próximos segundos. El intercambio silencioso de miradas fue la invitación concluyente para que el grupo de estudiantes decidiera irse de aquel lugar.
Entonces lo entendieron. Entendieron que ese no era su hogar y que probablemente jamás lo sería, sólo eran visitantes extraños, turistas perdidos en una multitud que les juzga con la mirada. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos de aquella peculiar familia, expulsaron el aire que habían contenido en un suspiro. Se dirigieron a la salida del parque, no sin antes mirar por última vez hacia la espesura de los árboles. A lo lejos aún se oían los berridos de alguna criatura del bosque.
Comentarios
Publicar un comentario